"Peronismo y diversidad"
"Peronismo y diversidad"
“Historia de Rusia”
El milenio anterior a la revolución
Cuando pensamos en Rusia nos remitimos automáticamente a la Revolución de 1917 que terminó con el reinado de Nicolás II y que tuvo por resultado el nacimiento de la Unión Soviética.
Pero Rusia es mucho más que épica y gloriosa resistencia al avance nazi durante la Segunda Guerra Mundial y la posterior y sobredimensionada guerra fría. Es injusto que 74 años eclipsen a un milenio que encierra apasionantes períodos que tuvieron una vital importancia en la historia de Rusia y Europa.
La propia génesis de Rusia es una amalgama entre mito y realidad y aún suscita discusiones entre los historiadores. Algunos/as sostienen que el primer gobernante de Rusia fue el legendario Riúrik, un jefe varego (vikingo proveniente de Suecia) que fue convocado por los eslavos según la Crónica Primaria. Los eslavos le enviaron a los varegos un mensaje que decía: “Nuestra tierra es grande y rica, pero no hay orden en ella. Venid a gobernar y a reinar sobre nosotros”.
Riúrik llegó a Nóvgorod y se convirtió en soberano, mientras sus hermanos se asentaron en Beloózero (Sineus) e Izborsk (Truvor). Tras la muerte de los hermanos de Riúrik, éste se convirtió en el único gobernante de esas tierras hasta su propia muerte en 879, cuando el poder pasó a Oleg de Nóvgorod, conocido como ”el Profeta”. Así habría comenzado la dinastía de los Rúrikovich, conocida como “Rúrika”
Oleg de Nóvgorod ocupó en el año 882 un territorio que ocupaba las actuales Bielorrusia, Ucrania y Rusia occidental y creó la Rus de Kiev, el primer Estado eslavo ortodoxo que existió en el este de Europa desde el siglo IX hasta el XIII.
La Rus de Kiev fue una federación de tribus eslavas, una entidad política fuerte e independiente que entabló relaciones con el Imperio Bizantino y liberó a los eslavos del dominio de los jázaros.
La Rus creció y se fortaleció hasta alcanzar su máximo esplendor a finales del siglo X, cuando Vladimir I “El Grande” abrazó la cultura bizantina, adoptó el alfabeto cirílico y se convirtió al cristianismo ortodoxo alrededor del año 987.
El esplendor de la Rus llegó a su fin en el 1237 con la invasión de las arrasadoras e invencibles hordas mongolas dirigidas por Batú Kan, el nieto de Gengis Kan.
La Rus cayó en manos de los invasores y se dividió en varios reinos que quedaron bajo el control de los mongoles.
La decadencia de la Rus de Kiev hizo que fuera tomando preponderancia hasta ese momento el insignificante Principado de Moscú. El principado estaba gobernado por Daniel de Moscú, que también pertenecía a la dinastía rúrika, y que había asegurado la subsistencia de su principado por haber colaborado con los mongoles. De hecho Yuri, el hijo mayor de Daniel, se casó con la hermana de Batú Kan, llamada Conchaca.
Para finales del siglo XIV el Principado de Moscú se había fortalecido de una manera sorprendente y Dimitri de Moscú decidió que ya era hora de deshacerse de los invasores. Dimitri derrotó a los tártaros y a los mongoles en 1380.
Durante principios del siglo XV el principado fue consolidando su poder hasta que en 1462 entra en escena uno de los personajes más importantes de la historia rusa: Iván III “El Grande”.
Iván se dedicó a expandir sus dominios y anexó todos los territorios que antes
conformaban la Rus de Kiev, incluido el Ducado de Lituania. Se podría decir que este fue el nacimiento de Rusia.
Iván proclamó a Moscú como la “Tercera Roma” y la continuadora del Imperio Bizantino. La Iglesia Ortodoxa, compuesta por varios clérigos que habían huido de Constantinopla luego de su caída a manos de los turcos otomanos en 1453, llamó a Iván “Zar” (César) y lo convenció para que se casara con la sobrina de Constantino XI, el último emperador bizantino.
Moscú fue el epicentro de la construcción de un nuevo proyecto nacional que incorporó símbolos bizantinos como el águila bicéfala, que continúa siendo el símbolo nacional de Rusia hasta la actualidad.
En 1547 asume el poder el nieto de Iván III, que pasará a la posteridad como Iván IV “El Terrible”.
Iván IV proclamó el Zarato Ruso convirtiéndose en zar y gran duque de toda Rusia. Estableció un régimen patrimonial en donde el zar era el propietario de todo.
En Rusia no se desarrolló un feudalismo al estilo de la Europa occidental, se optó por un sistema muy similar al mongol. Se instauró la servidumbre en donde el zar podía disponer de los campesinos como sus siervos.
Iván “El Terrible” convirtió su reinado en un sistema monocrático y autocrático. Gobernó con mano de hierro e hizo de Rusia su propio palacio.
En un ataque de ira, Iván mató a su hijo y sucesor de un bastonazo en la cabeza. Dicho hijo era producto de su matrimonio con Anastasia Romanov, la mujer que más amó, según algunos historiadores.
Iván “El Terrible” murió sin dejar un sucesor en 1584. Lo sucedió Teodoro I, que moriría en 1598 sin dejar herederos, decretando el final de la dinastía Rúrika.
Luego de un período de gran inestabilidad, Miguel I llegó al trono de Rusia en 1613. El nuevo zar era descendiente de la esposa de Iván “El Terrible”, Anastasia Romanov. Comenzó así la era de la dinastía Romanov, la última en reinar sobre Rusia.
En 1691 llegó al trono el creador de la Rusia moderna, Pedro I “El Grande”. Pedro se encontró con un país inmenso para gobernar, pero sin ninguna salida a mar abierto. El único puerto era el de Arkhangelsk, en el mar Blanco, pero quedaba cerrado por los hielos durante muchos meses. Puso manos a la obra y a poco de comenzar su reinado se lanzó contra los “infieles” turcos para lograr una salida al mar Negro desde Azov. El zar logró tomar la ciudad.
En 1697 emprendió un viaje, en principio de incógnito, para aprender los adelantos fabriles, navales y militares de Europa.
Visitó Brandeburgo, Königsberg, Ámsterdam, Londres, Praga y Viena, entre otras ciudades. En ellas pudo observar personalmente las actividades de los carpinteros navales (el mismo trabajó en los astilleros de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales durante cuatro meses), de los fundidores de cañones y de otras profesiones.
También sondeó a las diversas potencias sobre una posible alianza contra los otomanos, pero las tensiones que gravitaban en Europa occidental (la guerra de Sucesión española por ejemplo) hicieron imposible cualquier paso en esa dirección.
Cuando regresó a Rusia al año siguiente, comenzó a aplicar todo lo que había visto y aprendido durante su viaje. Llevaba con él centenares de artesanos, médicos e instructores militares que había reclutado, así como todo tipo de herramientas modernas y el gusto por el tabaco y el café. El choque con la vieja Rusia, reacia a todas las reformas, fue inevitable. Debió derrotar la insurrección de los streltsi, conservadores que se resistían a dejar atrás a la Rusia medieval.
Pedro limitó el poder de la nobleza y la Iglesia. Con respecto a la nobleza, impuso la moda occidental, les ordenó a los boyardos que se quitasen sus barbas (gran símbolo de poder) y que comenzaran a vestir trajes cortos. Solo el clero, los campesinos y los artesanos se libraron de las imposiciones estéticas
También disolvió la Duma, asamblea que gobernaba en ausencia del zar, y la sustituyó por un senado afín al zar.
Pedro creó en las grandes ciudades escuelas profesionales y academias de ciencias y militares, que debían formar tanto a los nuevos técnicos y navegantes como a los modernos artilleros y oficiales del ejército.
La influyente Iglesia ortodoxa se opuso tajantemente al reformismo modernista de Pedro. En 1700 el soberano se aprovechó de la muerte del patriarca de Moscú y decidió dejarlo vacante para debilitar la influencia de la iglesia. Decretó la libertad religiosa y abolió el cargo de patriarca, creando un sínodo de diez clérigos bajo la propia tutela de Pedro, que se convirtió en la máxima autoridad religiosa.
Las propiedades de la iglesia fueron confiscadas y los sacerdotes comenzaron a recibir una paga del Estado. El zar logró controlar finalmente a la iglesia.
Pedro adoptó una política expansionista, firmó la “Paz de Constantinopla” con los turcos para centrarse en la guerra contra Suecia, su rival más poderoso, con el fin de acceder al Báltico.
El Imperio Ruso acordó una alianza con Polonia, Dinamarca y Sajonia, y le declaró la guerra a Suecia. Los rusos avanzaron rápidamente y ocuparon Carelia, Estonia y Livonia, Pero el poderoso ejército de Carlos XII le infligió a los rusos una humillante derrota.
Pedro aprendió la lección que le dejó el revés, reorganizó sus fuerzas, venció a los suecos y logró acceder al Báltico. Sus nuevos artesanos ya eran capaces de producir unos 700 cañones de hierro anuales y cerca de 20.000 mosquetes, lo que, junto a sus numerosas e instruidas tropas, comenzó a dar buenos resultados.
En 1703 dio un paso más y conquistó la hasta entonces inexpugnable fortaleza sueca en la desembocadura del río Neva, e inició en ese enclave la construcción de lo que se convertiría en la nueva capital, San Petersburgo.
Las reducidas fuerzas suecas no pudieron resistir la superioridad numérica de los rusos, unos 200.000 hombres, por lo que se vieron obligadas a replegarse en Finlandia y a ceder Livonia, Estonia e Ingria.
En 1708 Carlos XII contraatacó e invadió Rusia por Ucrania, aprovechando la sublevación de los cosacos contra el zar. Los rusos resistieron el embate sueco y aplicaron la táctica de tierra quemada para privar al enemigo de provisiones.
En el verano de 1709 se produjo la decisiva batalla de Poltava, en Ucrania. Los 20.000 suecos comandados por su monarca fueron derrotados por más del doble de rusos, que a su vez fueron encabezados por el zar en persona. Los rusos contaron con una enorme superioridad de artillera que masacró a los suecos. Solo 2.000 lograron escapar del infierno del Poltava para refugiarse detrás de las fronteras del Imperio Otomano. Entre ellos estaba su rey, Carlos XII, que fue gravemente herido en la batalla.
Pedro dijo: “Ahora, con la ayuda de Dios, ya están seguros para siempre los cimientos de San Petersburgo”.
Luego de la decisiva victoria, el Imperio Ruso aumentó sus conquistas en la costa báltica, penetró en Finlandia hasta en 1711, pero tuvo que volver a centrarse en el sur ante una nueva amenaza de los otomanos.
En 1721 Pedro fue proclamado “Padre de la Patria y Emperador de todas las Rusias”, así nació oficialmente el Imperio Ruso, el que duraría hasta la Revolución de 1917.
Ese mismo año se firmó, en Nystad, la paz entre una humillada Suecia y el naciente Imperio Ruso. Pedro devolvía a los escandinavos Finlandia, pero conservó las conquistas obtenidas en las costas bálticas.
La salud de Pedro se fue deteriorando de manera progresiva a causa de la sífilis. Al parecer no la contrajo de sus amantes, sino que se la transmitió su segunda esposa, Catalina, que había llevado una activa vida sexual antes de casarse con el.
Esto se vería ratificado por la muerte de casi todos sus hijos al poco tiempo de nacer. El deterioro de su salud fue irreversible y a finales de enero de 1725 Pedro murió a los 52 años. En 1724 había nombrado a su esposa emperatriz y corregente, por lo que a su muerte Catalina accedió al trono, no sin oposición de las viejas fuerzas.
Catalina falleció dos años después y Pedro II se convirtió en el nuevo zar. Comenzó un período de inestabilidad que sin embargo no detuvieron las reformas que Pedro “El Grande” había comenzado. Rusia ya era un imperio y gracias al zar más brillante de toda la historia rusa, quién había logrado que su imperio conquistara un considerable peso en el panorama internacional.
Luego de Pedro II llegaron al trono la zarina Ana Ioánovna, Iván VI, Isabel Petrovna (hija de Pedro “El Grande”) hasta llegar a Pedro III que se destacó por desmantelar el arcaico sistema patrimonial. En 1762 eliminó los monopolios, favoreció el libre comercio y se opuso a la servidumbre. A pesar de sus buenas intenciones, el zar carecía de carácter para gobernar el Imperio. Solo ocupó el trono de enero a julio de 1762.
Su esposa, Catalina, que era una princesa prusiana, fue apoyada por buena parte de la corte y decidió organizar un golpe de Estado que le arrebató el poder al zar. Él lo aceptó de buena gana y solo pidió retirarse a una lujosa villa con su amante y que le “dejaran llevarse su violín favorito”. Se lo concedieron, pero un mes después murió en extrañas circunstancias, posiblemente estrangulado por orden de uno de los amantes de Catalina.
Catalina II gobernó Rusia con puño firme durante casi 35 años. Demostró un interés por su país de adopción mucho mayor que el de su depuesto marido. En su juventud había sido educada por tutores franceses, estaba en contacto con las ideas de la Ilustración y mantenía correspondencia con pensadores de la talla de Voltaire y Diderot. Llevó a cabo intentos de modernizar el país e implantar un cierto grado de monarquía parlamentaria, aunque no llegaron a prosperar y la propia emperatriz renegó de ello al estallar la Revolución Francesa temerosa de que la situación se reprodujera en Rusia.
No fue afortunada en la política interior pero si en la exterior. Bajo su mando Rusia se extendió en todos los frentes, ganando espacio en el Báltico a expensas de Polonia y logrando acceso al Mar Negro a costa del Imperio Otomano. Con todo ello, el Imperio Ruso se convirtió en la potencia hegemónica del este de Europa. La zarina también favoreció la inmigración de prominentes profesionales de Europa, sobre todo de países de habla alemana, con lo cual importó la modernización tecnológica e ideológica del “Siglo de las Luces”, pero también plantó la semilla de un problema que el país arrastraría durante el resto de su historia: la integración de un número enorme de etnias y culturas en un corsé fabricado a medida de la Rusia europea.
Parte de este conflicto empezó a emerger ya durante el reinado de Catalina, sobre todo en el plano religioso. La fe ortodoxa había sido tradicionalmente la religión de Estado y las demás confesiones (mayoritariamente católicos, protestantes y judíos) estaban sujetas a restricciones más o menos severas. Los judíos se llevaban la peor parte, ya que legalmente eran tratados como extranjeros.
La emperatriz optó por intentar secularizar el Estado, sometiendo el clero al control imperial y suprimiendo la enseñanza religiosa en las escuelas. De hecho, fue la Iglesia ortodoxa la que se sintió más damnificada, acostumbrada desde hacía siglos a ostentar una poderosa influencia.
Sus intentos no dieron el fruto esperado porque aunque suprimiera los privilegios de unos grupos sobre otros, estos continuaron comportándose mayoritariamente como sociedades separadas, con escaso contacto entre sí. La enorme extensión del imperio y la escasa red de comunicaciones en gran parte del territorio hicieron el resto. Solo en la parte europea y especialmente en San Petersburgo arraigaron las ideas ilustradas de la emperatriz y la modernización, aunque ello abrió una brecha insalvable entre la capital y el resto del imperio.
Catalina fue una mujer excepcional para su tiempo, no solo por la autoridad que ostentó, sino sobre todo por la seguridad con la que lo hizo. Otras emperatrices, como la propia Isabel, tía de su marido, habían ejercido el poder antes, pero se habían cuidado siempre de guardar las formas consideradas correctas para una mujer de la corte. Catalina, en cambio, nunca sintió la obligación de dar explicaciones a nadie sobre su comportamiento público o privado.
Nunca se escondió bajo una “aparente regencia”, siempre dejó en claro que era ella quien mandaba y no quiso compartir el poder con nadie más, a pesar de su larga lista de amantes. Incluso en la guerra se presentaba ante su ejército con vestido militar y montando a caballo, como lo había hecho Pedro “El Grande”. Esa imagen de liderazgo fue la clave de su éxito, puesto que le daba a sus ministros y oficiales la imagen de una líder en quien se podía confiar.
De forma inesperada, la zarina sufrió un derrame cerebral cuando iba a tomar un baño, el 17/11/1796. Dejó a Rusia a las puertas de una modernización que no pudo llegar a completar, pero dejó abierta la ventana para que se colara la brisa de la modernidad.
A Catalina la sucedió su hijo Pablo I que fue asesinado en 1801. El nuevo zar, Alejandro I, pasaría a la historia por haber sido quien tuvo que enfrentar al poderoso ejército de uno de las estrategas más grande de la historia: Napoleón Bonaparte.
Luego de un fallido entendimiento entre Francia y Rusia, estas se vieron las caras en los campos de batalla. Las tropas de Napoleón aplastaron a las rusas en las batallas de Austerlitz (1805) y en Eylau (1807). En la primera de ellas, el zar al ver acercarse a las tropas francesas, cuyo avance había sido ocultado por una densa niebla, dijo: “Es como si hubieran salido de las puertas del mismísimo infierno”.
Napoleón invadió Rusia y volvió a vencer a las tropas del zar en la sangrienta batalla de Borodinó en 1812. Tras 12 horas de encarnizados combates los franceses se impusieron a costa de perder muchos hombres. En su retirada, los rusos dejaron tierra arrasada, un verdadero desierto del que nada puedo aprovechar el ya extenuado ejército de Napoleón.
Alejandro ordenó quemar Moscú y Napoleón debió volver sobre sus pasos sin haber tenido en cuenta que el invierno sería su enemigo más poderoso. Los franceses van muriendo como moscas, congelados o de hambre, solo el 20% sobrevivió a la campaña rusa. Las tropas de Alejandro no dejaron de hostigarlas en todo momento mediante ataques guerrilleros.
Napoleón fue derrotado y abandonó Rusia, el mérito de la victoria es del invierno, Alejandro solo supo sacar una “ventaja climática”.
A Alejandro lo sucedió Nicolas I, quién debió lidiar con la “revuelta decembrista”, una facción liberal que no lo reconocía como zar. El nuevo gobernante logró aplastar a la revuelta pero su mandato se caracterizó por ser el que inició la decadencia del imperio. Durante su período comenzó la Guerra de Crimea (1853-1856)
Alejandro II “El Reformista” se convirtió en el nuevo zar en 1855 y le tocó afrontar la derrota de Rusia en la guerra y aunque el imperio perdió escasos territorios, terminó perdiendo influencia en Europa y quedó evidenciado su retraso respecto de las potencias occidentales.
Alejandro II intentó llevar a Rusia hacia una monarquía constitucional pero no logró tener éxito.
En el seno mismo del imperio ya se respiraban aires revolucionarios como consecuencia de la lenta industrialización que se había iniciado. El anti zarismo se iba afianzando cada vez más en el naciente proletariado industrial.
Alejandro II fue asesinado en su carruaje el 13/03/1881 en un atentado con dinamita perpetrado por un grupo socialista.
Alejandro III sucedió a su padre, desechó las reformas que este había propuesto y volvió a implantar un férreo absolutismo monárquico. Intentó asegurar la paz externa y acelerar el proceso de industrialización.
La monarquía rusa ya se encontraba agonizante a causa del descrédito producido por la hambruna de finales del siglo XIX. Las ideas revolucionarias iban ganando cada vez más adeptos y eran alentadas desde el exilio por alguien que en breve sería el artífice del derrumbe de la monarquía rusa para siempre: Lenin.
Alejandro III muere de forma prematura a causa de afección renal a finales de 1894 y es sucedido por su hijo, Nicolás II, quién sería el último zar de Rusia.
El último zar siguió anclado al antiguo régimen y fue inflexible a los cambios. Tenía muy poca experiencia y un carácter inseguro. El mismo dijo: “No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar, ni siquiera sé cómo hablar a los ministros”.
Delegó los asuntos importantes en manos de sus ministros y fue fácilmente manipulado por los líderes de las potencias extranjeras, como el káiser alemán Guillermo II, que lo convenció de tomar una iniciativa desastrosa, la de entrar en guerra con Japón en un intento de reafirmarse como la primera potencia de Asia. La guerra fue un fracaso para Rusia, los poderosos buques del Imperio del Sol Naciente aniquilaron a la flota de Nicolás. El prestigio de Rusia quedó hundido y el descontento entre la población a causa de la derrota en la guerra, la falta de derechos políticos y las malas condiciones de vida de los campesinos y obreros, desató la revolución de 1905 que se inició en el tristemente célebre “domingo sangriento”.
Los aires revolucionarios se estaban convirtiendo en fuertes vientos que soplaban sobre el decadente imperio. El zar intentó apaciguarlos con reformas que terminaron en la creación de una asamblea legislativa (la Duma) y la promesa de una mutación hacia una monarquía parlamentaria, pero ya a esa altura la monarquía rusa tenía los días contados.
Un hombre en particular tuvo una influencia letal sobre el zar, se trató de Grigori Rasputín, un místico que llegó a la corte en 1905 y en quien la zarina confiaba ciegamente por ser el único que aliviaba los padecimientos de Alekséi, hijo menor y heredero al trono, que era hemofílico. La zarina Alejandra lo consideraba un “enviado de Dios” y no dudaba en transmitir sus consejos a su esposo, que tomaba las decisiones de gobierno en base a ellos. La creciente influencia de Rasputín sobre la pareja imperial suscitó el odio de los nobles y los ministros
La entrada de Rusia a la Primera Guerra Mundial fue el tiro de gracia para la dinastía de los Romanov. El ejército ruso fue aplastado por los alemanes en el frente oriental y por consejo de Rasputín, Nicolás II se puso al frente de las tropas y dejó el gobierno en manos de la zarina. Esa fue la estrategia del “monje negro” para controlar el gobierno a través de la gran influencia que ejercía sobre Alejandra.
El zar ordenó una ofensiva contra las tropas del káiser en 1916 que terminó en una indescriptible catástrofe militar. La cantidad de soldados muertos fue tal que no quedó rincón del frente sin multiplicidad de tumbas rusas.
Los enemigos de Rasputín pasaron a la acción y lo asesinaron el 30/12/1916.
El gran descontento entre los parlamentarios hacia él y su esposa, unido a las humillantes derrotas militares de Rusia, desembocaron en la Revolución de Febrero de 1917. Las protestas por las malas condiciones de gran parte de la población, agravadas a raíz de la guerra, forzaron a la Duma a nombrar un gobierno provisional liderado por Aleksandr Kérenski, un revolucionario moderado.
Nicolás II, inamovible en la creencia de su derecho innato a reinar, había obviado la gravedad de la crisis hasta el último momento. En un principio pensó que podía salvar la dinastía abdicando a favor de su hijo Alekséi, pero la magnitud del descontento hacia su familia y la débil salud del heredero lo impidieron. El 15 de marzo el zar abdicó, poniendo fin a tres siglos de historia de la dinastía Romanov.
Llegó a su fin la era del imperio y los rojos vientos revolucionarios se convirtieron en un imparable vendaval que arrasó con el viejo orden sobre el que se erigieron los pilares de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.